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Armenda, la puta
callejera, es una mujer grácil en su pequeña estatura; algo descuidada en sus
andares que, en la esquina, los hace lentos e indecisos. Camina a
tientaparedes.
Las arrugas que se
alojan en su rostro, Armenda pretende disimularlas con maquillajes espesos y
de una fragancia pringosa. Tiene la mirada añeja y quebrantada. Del antiguo
resplandor de sus ojos negros, apenas queda un destello. Las ojeras cárdenas le
ayudan a transmitir un aspecto ajeno y despreocupado.
Cuando anochece,
Armenda aparece siempre en la misma esquina, en la confluencia de la calle del
Pintor Rosales con la calle de Benito Gutiérrez, paseándose calle arriba, calle
abajo, y mirando con cierto disimulo a los coches que por allí circulan. De vez
en cuando, encuentra algún cliente y la calle, -su esquina-, se queda
solitaria, sin apenas peatones que la paseen. Al cabo del tiempo, Armenda
vuelve, de nuevo, algo más contenta.
Hace algunos días,
Armenda estaba cansada de hacer su paseo calle arriba, calle abajo; de
detenerse en la esquina azotada por los vientos del Parque del Oeste, y
permaneció sentada, pensativa y un tanto triste, en el banco de madera
agrietada. Su mirada se detuvo sin intención en el portal de la casa, -lujosa
en mármol, luz y alfombras-, que estaba frente a ella. En el otro extremo del
banco, la portera respiraba los aires con olor a pino, de la noche fría que
había nacido hacia tres horas.
Cuando Armenda tomó
asiento, y su cuerpo comenzaba a sentir esa especie de dulzor que procura un
instante de reposo, la otra mujer -la portera-, acortada en su talla por la
uniformidad de su obesidad rectilínea, y su rostro desfigurado por la agitación
del cotilleo practicado sin descanso a lo largo de los años, se levantó
repelida del banco como si Armenda le provocara asco, y dirigió sus pasos cortos al portal, a "su portal". En
la puerta de servicio, casi frente a Armenda, permaneció cruzando los brazos
por debajo de sus amplios pechos en una actitud desafiante.
Los faros de un
coche lanzan ráfagas de luz blanca que se clavan en la espalda de Armenda, por
breves instantes. Escucha la llamada del hombre. Se levanta y se encamina sin
ninguna prisa hacia el automóvil. Armenda espera la señal decisiva... Un poco
antes de llegar a la altura del conductor, hace un movimiento instintivo. Se
echa las manos al pecho y lo exhibe dilatado y rotundo. La portera no pierde
detalle de sus movimientos, y después de una lacónica conversación, que se
imagina a su capricho, se queda allá sola, siguiendo con la mirada los
indicadores rojos del automóvil, que se pierde en la esquina que da acceso al
Parque del Oeste.
— ¡Hola!
— ¿Qué tal?
— ¿Cuánto?
— ...
A través de alguna ventana,
se escuchan diez campanadas en un reloj. Las niñas corren apresuradas a sus
casas, sofocos llevan en las mejillas. Los portales se van cerrando, casi al
unísono, como si aquellos cencerreos señalaran la hora del pudor. Los cubos de
basura malolientes esperan su recogida. Algunos hombres pasean a sus perros que
olfatean interesados las manchas húmedas que reposan en los muros. Otros hombres,
que se distinguen de los demás por su bata, de color gris apagado, abotonada en
la parte delantera, y por una gorra de plato que cubre su cabeza, hacen sonar
el chuzo repetidamente contra el suelo cuando la llamada de unas palmas se hacen
vibrantes en la noche, progresivamente silenciosa.
— ¿Dónde te dejo?
— No, aquí no. En la esquina.
Armenda se baja con
dificultad del coche. Parece cansada. Sonríe y le dice al hombre un "hasta
pronto" prolongado. Su abrigo de paño rojo, el mismo de siempre, vuelve a
ceñirse sobre su pecho, algo más dolorido, añejo, rancio y decrépito. Se retoca
con la barra de carmín los labios y espolvorea las mejillas con un colorete
almagrado. De nuevo adquiere su semblante un simulado encendido, ahora que las
luces de las farolas no tiemblan en la indecisión de los primeros momentos.
Un
"camuflado", de un negro siniestro, respetuoso en su continua
limpieza, se detiene mediada la calle. A Armenda el corazón le da un salto y
siente una violenta agitación en su interior. Pero comprende que no debe
correr, ni dar media vuelta para reanudar el camino. Es mejor aparentar serenidad,
se dice Armenda, y prosigue calle arriba haciendo inevitable el encuentro con
el automóvil que hace roncar su motor en acelerones periódicos y bruscos. Un
hombre de apariencia joven, menudo y demacrado, de ademanes desenvueltos que
denotan su fácil irritabilidad, sale al encuentro de Armenda. Le cierra el
paso y la mira a los ojos. El hombre, de bigote terso, caído levemente sobre
la comisura de su boca, se identifica con una placa con la que juguetea en su
mano derecha. Armenda siente un nudo en la garganta; su boca se ha quedado
helada. Un ligero escalofrío le va recorriendo el cuerpo. Tal vez, para
disimularlo se acerca al muro áspero y se apoya en él despreocupadamente,
intentando que su figura muestre un aspecto indolente.
—Mira, vieja, no tengo intención de causarte
problemas. Es preciso que abandones este lugar. Además no tengo tiempo para
perderlo con viejas putas.
Armenda, al
mirarlo, comprueba que ha cambiado. Todos cambiamos, se dice Armenda. ¿Cuántos
años han pasado? No puede precisarlo. Pero lo recuerda con su cara aniñada, impetuoso
y rápido haciendo el amor; tenía un pequeño coche de color verde. En aquellos
tiempos era amable y siempre sonreía. ¡Le había ido tan bien la noche! Y ahora
aparecía él. Era de su grupo. De alguna manera llegó a estimarlo. Se lo hacia
gratis cuando decía que no tenía dinero. Como a los demás... Al menos podía
haber disimulado una oculta sonrisa, confidencial, para ellos dos; como prueba
de gratitud al tiempo pasado. Pero en su profesión, tal vez como en cualquier
otra, hay que acostumbrarse a no esperar nada, se dice Armenda. El tiempo
pasado no existe. Ella casi lo había conseguido. Pero esta noche...
Cuando él se aparta
de ella y se dirige al coche, Armenda comienza a recobrar un extraño sosiego.
Apoya las manos en la pared y, al sentir su contacto, la encuentra impregnada
de un calor tibio. Sin embargo, siente frío.
Desde el coche,
antes de escuchar el ruido seco y pesado de la puerta al cerrarse, a través de
la ventanilla bajada, el hombre se dirige nuevamente a ella y le dice:
— No me obligue a tomar las medidas que
conoce.
Desde la acera de
enfrente, un hombre observa la escena simulando encender un cigarrillo. Al
apercibirse de su presencia, Armenda siente alivio porque el otro ha escuchado
que la trataba de usted, con cierto respeto.
Le llegan a Armenda
los recuerdos de los momentos pasados en las comisarías, en el juzgado de
guardia en la plaza de las Salesas. Aquella fue una mala época. También hacía
frío en la cárcel. Allí los muros son espesos y grises. En los techos se
almacena y se muerde el frío durante las horas del día. Cuando el "camuflado"
se pierde en la lejanía, Armenda se encuentra invadida de ese temblor recóndito
que provoca el íntimo recuerdo del tormento.
Armenda se vuelve
calle abajo, como si de nuevo iniciara el mismo Vía Crucis de cada día, y va
al encuentro de la esquina -"su esquina"-, expuesta a los vientos
del Oeste. Su caminar se hace perezoso, encorvado, como si ella misma fuera
olfateando igual que los perros de la noche. Se detiene unos pasos antes de
llegar. Mira la calle arriba, como siempre, pero no puede ver que dos coches,
algo espaciados el uno del otro, la están esperando.
En un extremo del
banco, acurrucados uno al otro, una mujercita, de apenas diecisiete años,
ofrece su cuello blanco a los besos precipitados de su acompañante. La portera,
sentada en el extremo opuesto, los escudriña con atención y una sonrisa se
dibuja en su boca, como si de un cómplice se tratara; parece indicar que se
hace cargo de la situación. El portero, todavía ataviado con su uniforme
impecable, apoyado en la puerta de servicio, se encuentra enaltecido en la
escena.
Armenda los
contempla a todos. Sus ojos enturbiados ante la importancia del pasado y del
presente, se detienen en la luz violácea de la farola lejana, alargada e
infinita. Miles de minúsculos rayitos de luces la envuelven de súbito, y tiene
la pequeña y casi olvidada sensación de que son otros tantos almavares que se
albergan en su cuerpo público, arrugado por los años y las caricias esporádicas
de tantos hombres. Está llorando.
A pesar de la
quietud y al silencio -ya no suenan las campanas de los relojes-, los dos
jóvenes se separan aturdidos, y miran azarados a Armenda.
Al reemprender el
camino, cuando Armenda llega a la altura del portal, se detiene un breve
instante ante el portero. Después decide caminar a su esquina. Mientras, el
hombre uniformado se limpia de la cara el escupitajo de Armenda, la vieja puta
callejera.
Rafael
Mulero Valenzuela
© Madrid R.P.I. M57146
En tus palabras es fácil intuír
ResponderEliminarlo que en esa esquina se duele
y que por desgracia va en aumento.
Un gran relato.
Un fuerte abrazo.
Querida Marisa: en aquella esquina había mucho dolor, mucha ingratitud, mucha hipocresía. Gracias por haber tenido la paciencia de leerlo. Un beso.
EliminarRafael, al ir leyendo tu relato, he ido imaginando a los personajes, y sus acciones, como si de una película se tratara, la verdad es que tu texto engancha hasta el final, ha sido un placer, volver a leer tus letras, bienvenido, de nuevo.
ResponderEliminarUn beso.
Querida María: gracias por tener la paciencia de leer mis cosas. Tu amistad y tus comentarios reciben toda mi consideración.
EliminarUn beso
Querido Rafael, hace mucho tiempo que no me detengo a leer relatos. el abuso actual de este "palo" me ha provocado cierta aversión, sumada a que muy pocas veces me ha llenado su lectura, contadas y excepcionales y archiconocidos autores que en el pasado desarrollaron su género.
ResponderEliminarAsí que, más me ha sorprendido cómo me he quedado enganchada al tuyo nada más comenzarlo. me gusta cómo escribes.
Sobre tu sensibilidad no te digo nada, porque algo la he intuido desde que te conozco. Tu relato, la forma de aproximarte a un tema tan traído y tan llevado (algunas veces parece que agotado), me lo ha confirmado. Cuando unos nuevos ojos, ojos limpios, ojos de un escritor con su neta sensibilidad se aproxima al tema que sea, siempre emerge lo esencial, lo que confirma a ese tal relato como una obra maestra.
Me alegro mucho de haberme decidido a comenzarlo.
me alegro mucho de que te hayas acercado por mi espacio. Así he podido conocerte.
Un abrazo, querido Rafael.
Querida Sofía: en primer lugar darte las gracias por tu comentario y la visita a este blog que siempre estará a tu disposición. En segundo lugar, agradecerte que hayas tenido la paciencia de leer este relato algo antiguo en mi obra. Ya sabes de esos caprichos que nos vienen de vez en cuando y, en esta ocasión, me apetecía darlo a conocer aun cuando el tema, como tú bien dices, parece agotado en el terreno literario que no en la realidad.
EliminarHe descubierto tu espacio que me reconforta al comprobar el gran trabajo que haces y de cuyo contenido he quedado sorprendido muy gratamente.
Un beso
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarAmigo Prudencio:
EliminarPerdona mi demora en dar las gracias por tu comentario. La verdad, y no lo debo ocultar aunque ello pueda parecer vanidad, es que me siento complacido con tus palabras y más aun cuando vienen de ti, un gran poeta.
Un abrazo
Hola Rafael. Quiero agradecerte tu visita a mi blog y decirte que no he podido parar de leer hasta llegar al final. Duro el día a día de
ResponderEliminarestas mal llamadas," mujeres de vida alegre ", pues en realidad es bien triste. Un magnífico relato. Un abrazo
Julia, muchas gracias por tener la paciencia de leer este relato. En esas mal llamadas mujeres de vida alegre siempre en lo profundo de su corazón he hallado grandes dosis de bondad y comprensión.
EliminarUn beso
Como cambian las personas dependiendo de la edad y el nivel que tengan...El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.Me ha encantado el relato y la forma que le has dado.Precisos, este es un tema algo complicado.Gracias por la invitación Rafael.Buen domingo para ti.
ResponderEliminarCarmen:
ResponderEliminarGracias por tus palabras Yo no seré nunca el que tire la primera piedra porque no estoy libre de casi ningún pecado. Pero, ¿Carmen, existen los pecados? Bueno, de algún pecado que otro me libro, o al menos eso es lo que yo creo. Pero otros se encargan de descubrirlos en mi.
Un beso.
Una escena cotidiana de una mujer corriente, que sólo el “espectador” moralista e hipócrita convertiría en pecaminosa. ¡Cómo si el pecado no tuviera otras formas más sofisticadas y artificiosas de manifestarse! Un relato rotundo y desgarrado que tu mirada, Rafael, tierna y afectuosa, salva de la sordidez e incluso de la insignificancia. ¡Cuánto agradecería Armenda –todas las Armendas- la calidez que esa noche le regalaste!
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, Rafael. Me ha recordado momentos de infinita ilusión. Gracias por compartirlo.
Un beso.
Paloma.
Querida amiga y compañera Paloma:
EliminarTengo por costumbre siempre que alguien visita por primera vez este blog ofrecérselo sin ninguna restricción. Así lo hago contigo. No puedes imaginar la ilusión que me ha causado encontrarte después de tantos años, de tantas conversaciones, de tantos proyectos recuperando tu amistad. Y ya que haces un comentario a este relato he de manifestar públicamente que fuiste tú la que ejerciste de correctora de estilo en aquellos momentos de este o otros relatos haciéndome trabajar hasta conseguir tu "ahora está redondo". Tu exigencia siempre me ha servido de estímulo para escribir. Deseo leer tus novelas y espero que eso sea pronto, y podamos presentarlas juntos. Un beso lleno de alegría por el reencuentro.
Amigo Rafael; ¡cómo duele tu relato!... y duele por lo que de realidad tiene a pesar de que quieras disfrazarlo de novelado. Esas escenas, y sino otras muy parecidas, las he posido contemplar en vivo y en directo. En éspoca de estudiante viví en una pensión de la calle Arenal "Pensión Portillo" y la puta, tu puta (u otra) estaba allí, en la escquina de Arenal con la plaza de Ópera, el sereno acompañado de su chuzo y tras su "vaaaa..." me abrió el portón cientos de veces y los coches, aunque entonces se trataba de "Seat 600" o de "Simca 1000" también los vi pararse ante la Armenda de turno quien, tras no intercambiar más de cuatro palabras, se introducia seguramente con el triste pensamiento o la más que dura satisfacción de que sus ingresos para comer al día siguiente, se estaban fraguando.
ResponderEliminarMe ha encantado tu relato y lo he disfrutado con los labios puente y las cejas encorbadas por el dolor.
Un abrazo, amigo.
Querido amigo Juan José: y lo malo de todo este asunto es que, con el correr de los años -esos años que nos arrebata el Tiempo- hay mujeres que necesitan prostituirse para comer, como tú bien dices, al día siguiente. Pero tu comentario nos hace pensar en la prostitución, en el hambre, en el dolor, en todas las lágrimas derramadas sintiendo la impotencia, sintiéndonos de alguna manera culpables inocentes de todas aquellas cosas a las que no podemos poner remedio aunque solo sea con la palabra. Gracias Terly por la paciencia de leer. Un abrazo siempre de tu amigo.
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